Un coro de loas y maldiciones impide ahora someter a un análisis serio e imparcial la herencia de Vladímir Putin en materia de la política exterior pero ya está clara la agenda que le tocará al sucesor suyo, escribe Fiódor Lukiánov, director de la revista "Rusia en la política global" (Rossia v globalnoi politike). A grandes rasgos, habrá cuatro tareas fundamentales en el orden del día.
Primero, Rusia necesita formar un sistema de alianzas estables, puesto que reivindica nuevo protagonismo en el escenario global. Por ahora, no está dispuesta a invertir en las relaciones a largo plazo ni se da cuenta de que el efecto de una alianza raras veces es inmediato.
Segundo, debe impulsar una diplomacia proactiva para resolver problemas internacionales. Si Rusia se limita a rechazar lo que proponen otros, su relación con los países occidentales se verá aún más atascada, mientras que las naciones del Este, ante todo, China e Irán, van a aprovecharla en beneficio propio en el juego con Occidente. Entre otras cosas. Moscú ha de proponer el desarrollo de un sistema de seguridad en Europa, como alternativa a los mecanismos que impugna en la actualidad.
Tercero, hay que elaborar un nuevo modelo de interacción con la Unión Europea, en primer término, equilibrando los intereses de los proveedores y los usuarios de recursos energéticos.
Y, cuarto, Rusia necesita diseñar una política precisa y sopesada con respecto al Asia, sin dejarse involucrar en el juego ajeno pero sacando beneficios del desarrollo vertiginoso de esta región.
El futuro jefe del Estado ruso tendrá que combinar la firmeza de postura con la flexibilidad de planteamientos. En su momento, Boris Yeltsin desempeñó la función de experto en gestión anticrisis. A Vladímir Putin le tocó el arduo trabajo de recolocar a Rusia en la "Liga Superior". Tanto el uno como el otro proporcionó a su respectivo sucesor, como mínimo, una oportunidad: la de empezar desde un nivel conceptualmente nuevo y evitar los errores cometidos por el antecesor.