El libro de memorias de Gleb Rahr hace el balance del siglo XX

© RIA Novosti / Acceder al contenido multimediaEn el siglo XX en Rusia se emprendió el monstruoso intento de enterrar una gran civilización que tanto era capaz de dar al mundo.
En el siglo XX en Rusia se emprendió el monstruoso intento de enterrar una gran civilización que tanto era capaz de dar al mundo. - Sputnik Mundo
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Recientemente, en Rusia fue publicado el libro de memorias ‘Será nuestra generación la que rendirá cuentas ante la Historia’ de Gleb Rahr, eminente miembro de la comunidad rusa en el extranjero.

Recientemente, en Rusia fue publicado el libro de memorias ‘Será nuestra generación la que rendirá cuentas ante la Historia’ de Gleb Rahr, eminente miembro de la comunidad rusa en el extranjero.

No se trata simplemente de un nuevo balance del siglo XX, sino de una labor que parece englobar conceptos tan dispares como lo son la metrópolis y los expatriados, la Rusia de antes de la Revolución bolchevique de octubre de 1917 y la postsoviética.

Y esta tarea no es nada fácil. Posiblemente solo Gleb Rahr, activista durante muchos años de la Alianza Popular de los Sindicalistas rusos (NTS), preso en los campos de concentración nazis y, posteriormente, colaborador de la emisora ‘Europa Libre’, haya sido capaz de abarcar lo inabarcable.

¿Acaso es fácil abrazar las dos Rusias? No es cuestión de visados ni pasaportes (aunque el propio Rahr, que abandonó el país a la edad de 18 meses, tuvo que esperar otros largos 67 años para poder entrar en su país de origen). La dificultad consistía en encontrar el apenas perceptible equilibrio y poder al mismo tiempo condenar el régimen de Stalin y tomar conciencia de la necesidad de librar una lucha conjunta contra el nazismo, la única razón que movió en los años cuarenta del siglo pasado a millones de ciudadanos rusos a perdonar a su país los terribles agravios que les habían sido causados, fueran el forzado abandono de su Patria o la colectivización y la pérdida de cuantas propiedades uno tenía.

Un frágil equilibrio entre el respeto al trabajo y los sufrimientos de las generaciones de los mayores, que se daban cuenta de la amarga verdad: en el siglo XX en su país, además de destruir los monumentos de la cultura, se emprendió el monstruoso intento de enterrar una gran civilización que tanto era capaz de dar al mundo.

Lo más delicado de la situación consiste en que dicho equilibrio no es político, sino ético, incluso existencial, dado que en el siglo XX con suma frecuencia no se trataban asunto de gustos, sino de vida y muerte. Nadie supo percibir este problema con tanta claridad como lo hicieron los emigrantes creyentes, entre ellos, Gleb Rahr.

Ni a favor de Stalin ni a favor de Hitler

Después del destierro de su padre a Estonia, se mudarían a Letonia y posteriormente a Alemania. Sin embargo, Gleb Rahr nació ruso y siguió siendo ortodoxo. Pero ¿qué podría hacer un patriota ruso de raíces alemanas de unos 20 años de edad en la Alemania de 1941, que se debatía en un ataque de demencia y había agredido a su país de origen?

Podría dedicarse a colaborar para derrocar al bolchevismo, visto por los emigrantes ortodoxos como una variante de la secular invasión mongola que acabó sometiendo el país entero a su poder: la caída de este régimen político se esperó con impaciencia incluso a finales de los años 30. También podía ayudar a luchar contra quienes implantaban los principios del “orden nazi”, dada su actitud desdeñosa hacia los rusos y otras etnias residentes en el territorio de Rusia: Gleb Rahr y sus correligionarios pudieron sentir en práctica.

Rahr formuló y probó una terrible hipótesis, todavía en 1941 y 1942: los nazis tenían todas las posibilidades de reclutar de entre todos aquellos ofendidos por el régimen de Stalin decenas de divisiones. El Fuhrer, sin embargo, se dejó avasallar por racismo y al Teniente General del Ejército Soviético, Andrei Vlásov, que se había pasado al bando alemán, sólo se le permitió formar un Ejército ruso autónomo en 1944, tras haber presenciado la URSS ya todas las atrocidades del nazismo y haberse inclinado la balanza de la confrontación militar hacia la parte soviética.

Los nazis no veían a los polacos, a los ucranianos y a los lituanos ni como contrincantes ni como aliados dignos de su atención: la Wehrmacht daba la espalda a los nacionalistas ucranianos y lituanos, mientras que por Varsovia circulaban tranvías con espacios reservados “únicamente para los alemanes”. Los emigrantes rusos también podían subir allí, los polacos, sin embargo, se veían obligados a viajar en la abarrotada plataforma común. A Hitler se le daba muy bien hacer reñir a los pueblos eslavos y más tarde, después de la guerra, esta tendencia de sembrar enemistad entre los polacos y los rusos se mantuvo.

El principio profesado por la mayor parte de los partidarios de la Alianza popular de los sindicalistas rusos, “ni a favor de Stalin ni a favor de Hitler” condujo al joven Gleb Rahr a los barracones de Buchenwald, azotados por el hambre. Podría pulir su biografía, aparentando ser un liberal demócrata que en su vida había cometido errores. Sin embargo, el libro de Rahr es una especie de confesión, no tiene cabida en ella esta afición a las verdades a medias, tan característica para muchos políticos de la actualidad. El autor narra sobre los terribles acontecimientos de 1933-1945, con la lengua de la época y los enfoca a través de los ojos de sus contemporáneos, sin intentar dar brillo a sus pensamientos y opiniones de aquellos años.

El sangriento nudo de intrigas

Es verdad que los miembros de la NTS estaban buscando contactos con el régimen de Stalin, incluso antes de 1938, dado que la organización llevaba existiendo oficialmente desde 1928.

Hasta hubo contactos con Francia, entre 1939 y 1941 el Estado Mayor francés, indignado por la guerra entre la URSS y Finlandia y por la no participación de la Unión Soviética en el “aislamiento europeo” de Alemania, consideró la posibilidad de destruir mediante ataques aéreos desde el territorio de Siria, antigua colonia de Francia, la infraestructura petrolera de Bakú, interrumpiendo de esta manera los suministros de gasolina para los Ejércitos soviético y sirio.

Al mismo tiempo, el Reino Unido estuvo planeando enviar a Finlandia un cuerpo expedicionario en el que se alistaran emigrantes polacos y rusos.

La Alianza popular de los sindicalistas habría apoyado este proyecto pero, según prueba el historiador contemporáneo polaco, Marek Kornat, una vez que Stalin estuvo enterado de los planes de los franceses y los británicos intentó no darles motivo alguno para la intervención. En 1940 las tropas soviéticas dejaron de avanzar hacia Helsinki y con Finlandia se firmó un acuerdo de paz. Mientras tanto, se procedió a eliminar en las afueras de la localidad rusa de Katyn a los presos oficiales polacos.

Stalin, que había participado en la guerra civil de 1918-1921, se sentía amenazado por una posible insurrección de los oficiales polacos al estilo de la sublevación de la Legión Checoslovaca contra los bolcheviques. Aquellos legionarios formados por voluntarios y prisioneros de guerra consiguieron poner en jaque al Ejército Rojo durante más de 1 año.

80 años de espera de una “conspiración bonapartista”

Todo ello Rahr lo narra de una manera sincera y pasional, sin valerse de las fórmulas políticamente correctas que tan de moda están en nuestros días. La única justificación que se permite es la sentida aseveración de que ni él ni sus compañeros se han movido contra los intereses nacionales de Rusia, tal como los percibía la gente lejana al comunismo.

Durante los años de la guerra la principal esperanza la ponían los miembros de la NTS en una “conspiración bonapartista” contra Stalin, promovido por alguno de los altos cargos militares de entonces, algún “hipotético comandante de división”, como lo califica con amarga ironía Rahr.

Haciendo un balance de la dicotomía “ni a favor de Stalin ni a favor de Hitler”, Gleb Rahr escribe una maravillosa frase: “No dispuso el Señor que nosotros, los rusos, consiguiéramos la libertad ni dejáramos aparte nuestros pecados históricos, dado que hasta cierta medida tenemos vínculo con los sangrientos monstruos de la humanidad, Hitler, Himmler, los funcionarios nazis y los agentes de la Gestapo”.

¿Les era fácil a los emigrantes, y a Gleb Rahr entre ellos, guardar lealtad a esta “verdadera Rusia” que únicamente existía en su imaginación, mientras su destino los enviaba a la Alemania nazi, a Japón y a la Corea de posguerra o a Taiwán? Por supuesto, no lo era. En la época de Stalin y los primeros años del régimen de Kruschev cualquier intento de propaganda por parte de los miembros del NTS en el territorio suponía un posible fusilamiento.

En contra del principio formulado por Maquiavelo

De manera paulatina los patriotas rusos en el exilio empezaron a darse cuenta de que en sus relaciones con las autoridades de Estados Unidos y los políticos de la futura Unión Europea se estaban acumulando contradicciones. Rahr escribe abiertamente que “largos años después se reveló la esencia carcomida del anticomunismo estadounidense, la rusofobia y el apoyo a los separatistas ucranianos y de otra índole”.

Para los años 80 del siglo pasado Reagan y otros presidentes de EEUU empezaron a mostrar simpatía por el Bloque de Naciones Antibolcheviques (ABN), una coalición de fuerzas de todos los rincones de la Unión Soviética que abogaban por el separatismo, encabezada por el nacionalista ucraniano Yaroslav Stetskó.

Los representantes de la NTS que ni siquiera apoyaban la idea de devolver las islas Kuriles a Japón, discrepaban del ABN en todos los puntos de vista y en sus memorias Gleb Rahr da fe de ello.

De modo que el idealismo de los patriotas rusos en la emigración chocó con un frío cálculo de los intereses geopolíticos de los países occidentales que aplicaban en el espacio postsoviético el principio formulado por Nicolás Maquiavelo. La idea era simple: si uno se proponía controlar un determinado territorio donde reinaban caciques de mayor o menor importancia, había de incitar a uno de menor importancia a enfrentarse al más poderoso y apoyarlo en sus pretensiones. De lo contrario, el influyente acabaría enfrentado con uno.

Esta lógica sigue en vigor en estos momentos y, como resultado, la Rusia de Putin se está demonizando en Occidente, por buscar supuestamente “someter a su poderío a Ucrania y Bielorrusia”.

Para contrarrestar a esta opinión que a fin de cuentas es perjudicial también para Occidente, Gleb Rahr y su hijo Alejandro, periodista de profesión y miembro del Club de Discusiones Valdai, que concita a expertos especializados en la política interior y exterior de Rusia, a menudo tuvieron que poner en juego su reputación y su posición en la sociedad.

Nuestro más profundo agradecimiento por su esfuerzo.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

 

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