La “novia sigilosa” de Gabriel García Márquez

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Walter Ego - Sputnik Mundo
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Las mujeres son, sin lugar a dudas, las que ocupan un lugar preeminente en el universo literario de Gabriel García Márquez.

Me estremeció la mujer del poeta, el caudillo
siempre a la sombra y llenando un espacio vital

Silvio Rodríguez

Para Mercedes, por supuesto



A pesar de las guerras perpetuas del coronel Aureliano Buendía, del amor inexpugnable de Florentino Ariza, de la “larguísima vida de déspota solitario” de Zacarías, el patriarca otoñal, las mujeres son, sin lugar a dudas, las que ocupan un lugar preeminente en el universo literario de Gabriel García Márquez.

De entre ellas la figura más importante no es Úrsula Iguarán, la longeva matriarca de la familia Buendía; tampoco Fermina Daza, la joven de andar de venada que hizo perdurar hasta el ocaso el amor primaveral de Florentino Ariza, ni siquiera la poderosa Mamá Grande muerta a los 92 años en olor de santidad. Su personaje femenino por excelencia es Mercedes Barcha Pardo, la esposa de toda la vida, a quien llegó a conocer tanto que sólo apareció representada en dos de sus novelas.

Si en Cien años de soledad aparece como la novia sigilosa de Gabriel, el amigo de Aureliano Babilonia, “con su nombre propio y su identidad de boticaria”, según reveló García Márquez en sus conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, en Crónica de una muerte anunciada se refiere a ella explícitamente en un pasaje más autobiográfico que novelesco: “Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después”.

No obstante esa moderación del autor, Mercedes Barcha resulta, sin dudas, una suerte de creación literaria de García Márquez, una construcción del lenguaje y la imagen con características y funciones definidas no tanto por lo que dice (apenas si ha concedido entrevistas), como por lo que hace y lo que de ella se cuenta. Mucho de lo que se sabe de la Gaba, como también se le conoce, es por lo que su célebre esposo hizo trascender en las entrevistas en que se prodigó con la misma vehemencia que ella agotaba para mantenerse a la sombra. “Fidel [Castro] se fía de Mercedes aún más que de mí” y “He llegado a conocerla tanto que ya no tengo la menor idea de cómo es en realidad”, apenas si son un par de frases del escritor cargadas ambas de la misma inocencia con que lo extraordinario se torna cotidiano en sus libros.

Mercedes Barcha es uno de esos secundarios aparentes que ayudan tan notablemente a la coherencia y motivación del relato que desbordan los límites de la complementación funcional y devienen en nervio del mismo; pertenece, asimismo, a esa estirpe de mujeres que como los 36 justos del judaísmo sostienen desde el anonimato el equilibrio del mundo. Que el mundo sea un hogar no le resta méritos a la empresa. El dicho de que detrás todo gran hombre hay una gran mujer les reconoce su importancia, pero no la generosidad de vivir un destino acaso ajeno que iluminan desde las sombras. En el caso de Mercedes Barcha, perfilarla exclusivamente como musa del Nobel colombiano es cubrirla con un velo poético que la reduce a la etérea condición de inspiradora cuando fue mucho más que eso.

Se sabe –y no por conocida la anécdota es menos fascinante– que el matrimonio iba rumbo a Acapulco con sus dos pequeños hijos cuando a García Márquez le vino a la cabeza la forma de contar Cien años de soledad, una novela que intentaba escribir desde hacía mucho sin haber hallado el tono narrativo. De inmediato se regresaron al D.F., donde se encerró en su casa durante 18 meses sin otro compromiso que escribir la novela que habría de cambiarle la vida.

Durante todo ese tiempo Mercedes Barcha se ocupó del sostenimiento del hogar como se ocupaban las esposas de los caudillos de mantener el suyo mientras sus esposos peleaban guerras interminables. Así como Úrsula Iguarán sostuvo el hogar de Aureliano Buendía durante los 32 levantamientos armados que promovió sin éxito su beligerante hijo, así Mercedes Barcha sostuvo la casa de la Loma número 19 durante la guerra sin cuartel de su esposo contra las palabras. Si la bendita desobediencia de Max Brod nos legó las obras de Kafka que debió haber quemado, la bendita perseverancia de Mercedes Barcha evitó que la historia del boom de la novela latinoamericana tuviera que contarse de otra forma.

Fue el 21 de marzo de 1958, hacia las 11 de la mañana, tras años de noviazgo azaroso, que Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo se casaron en la iglesia del Perpetuo Socorro en Barranquilla. Durante 56 años constituyeron ese mundano ejemplo de realismo mágico que es un matrimonio feliz, una unión al que él aportó la locura y la fantasía y ella la serenidad y la sensatez, un matrimonio que resultó ser además la prueba más contundente de que al revés de lo afirmado por el escritor en nota de prensa del 24 de febrero de 1982, las esposas felices “cuando el marido que acabaron de criar logró una posición profesional y empezó a cosechar solo los frutos del esfuerzo común, […] cuando los hijos acabaron de crecer y se fueron de la casa”, no siempre, afortunadamente, se suicidan a las seis.

 

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