La caridad como espectáculo

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Cómo la “caridad” y el melodrama desplazan la calidad y el talento en los medios de información masiva, especialmente la televisión e internet, jugando con los sentimientos del público. De cómo los rusos ayudaron a Cantiflas

Cómo la “caridad” y el melodrama desplazan la calidad y el talento en los medios de información masiva, especialmente la televisión e internet, jugando con los sentimientos del público.

La caridad –junto a la fe y la esperanza– apenas si era hasta ayer una de las tres virtudes teologales; en la era mediática en que vivimos ha perdido, sin embargo, esa aura divina, ese decoro sublime, para devenir en un recurso televisivo más, una excusa para el llanto cómodo, un subterfugio eficaz para mayor gloria del “rating”.

Un somero examen de cualesquiera de esos concursos de televisión franquiciados de país en país a partir de un original exitoso (por lo general inglés, como “Got Talent” o “Pop Idol”), basta para darse cuenta de que se trata de certámenes donde la búsqueda de un futuro talento del canto, del baile u otro capítulo del “show business” se ve contaminada por el abuso de esa caridad televisiva que supone el voto de un público que decide, más allá de los talentos en juego, la permanencia en el programa de los participantes.

Aflige percatarse de que en esos programas importa menos la calidad de los contendientes que el hecho de que sean deudores de un pasado lo más melodramático posible. No vende igual una intérprete de voz excelsa, hija de músicos exitosos, que esa misma voz nacida en un entorno donde la vida no le facilita la ocasión al canto. O el bailarín entrado en años que ve pasar frente a él esa ocasión que la vida le negó durante décadas. Ante parejas habilidades, una malaventura de cualquier índole –de preferencia una pobreza frustrante, una discapacidad perturbadora– resulta un plus mediático que invita a la misericordia, al voto caritativo que no desconoce al talento pero lo relega a un segundo plano. Si otrora el “hombre hecho a sí mismo” (self made man) era el modelo a seguir, hoy abundan los “hombres (y mujeres) hecho por los medios, con la televisión y la Internet a la cabeza, merced a la condescendencia de quienes ven en esos destinos cambiados un reflejo esperanzado del suyo propio.

Peores aún resultan esos despreciables programas de telerrealidad donde desgracias familiares ventaneadas a través de la pantalla chica buscan conmover al público mediante recursos de probada eficacia en telenovelas. Desde que algún avispado productor descubriera que el llanto es un placer suficiente para sustentar toda (mala) telenovela, apelar a la sensiblería del espectador es un recurso irresistible que trasmutado en misericordia garantiza la atención de quienes han hecho de la caridad una suerte de “selfie” del alma, un espejo condescendiente que les devuelve su mejor rostro, esos mismos a los que en realidad importa poco el humano-objeto cuya vida se ventila o en todo caso no más que el destino de los personajes de la telenovela de turno.

Sin embargo, la caridad como espectáculo alcanza su máxima expresión cuando se disfraza de filantropía estilo Teletón. Jamás debiera confundirse “caridad” con “filantropía”: la primera apenas si alivia los males que la segunda busca remediar. Es válido socorrer a un minusválido, a cualquier persona discapacitada –detesto el eufemismo de “persona con capacidades diferentes”: Usain Bolt no nada tan rápido como Michael Phelps ni éste es capaz de correr 100 metros en menos de 10 segundos, y no por ello merecen la caridad ajena–; el desacierto está en hacer de ello la aparente solución de problemas a los que sólo políticas sociales articuladas por gobiernos o esfuerzos filantrópicos provenientes de particulares pueden poner fin.

No se trata de negarse a los actos de caridad: son impostergables cuando se hace perentoria la necesidad de ayuda que las autoridades no han sabido (o querido) proveer. Aunque el proverbio aconseja enseñar a pescar al hambriento en vez de regalarle pescados, ante alguien en estado de inanición sólo cabe el recurso de alimentarlo y no regalarle una vara de pescar y “El perfecto pescador de caña”, el célebre tratado de pesca de Izaac Walton. Debiera procurarse, sin embargo, que esta caridad se enajene de toda esa concepción espectacular que busca que se haga el bien, pero que sí se vea a quien, una caridad que, al igual que mucha gente sólo sube a las redes sociales sus pavoneos fotogénicos, al parecer sólo cobra real sentido mientras más mediática resulte, una caridad que magnifica en un día lo que debiera ser razón frecuente, conciencia armónica y no solidaridad mecánica con la que benefactor y beneficiado tengan garantizados esos 15 minutos de fama “warholiana” que la televisión y la Internet ponen hoy al alcance de todos, caritativamente.

 

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

 

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