“Hasta la victoria secret”: albures mexicanos

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Walter Ego - Sputnik Mundo
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“Albur”, la joya del doble sentido de la que un mexicano no puede prescindir.

“Sentado en este aposento
triste me siento a pensar:
caros están los frijoles
y dónde los vengo a dejar”

Anónimo (puerta de un baño público)

Se puede ser mexicano y no tomar tequila, cantar mal las rancheras y hasta renegar del futbol; se puede, incluso, ser mexicano y pasar de comer chile, detestar a los mariachis y no gozar de unos buenos tacos al pastor. Lo que no se puede es ser mexicano y vivir ajeno a esa joya del doble sentido conocida como “albur”.

Si bien es una manifestación consustancial a la hispanofonía, en México el albur ha adquirido una relevancia que rebasa lo meramente lingüístico. Para el mexicano, “alburear” va más allá de un simple juego de palabras: es una forma de convivencia y de expresión, un fenómeno metacomunicativo que trasciende más por la connotación que por la denotación y en donde importa no sólo qué se dice sino además cómo se dice.

El albur es una suerte de patrimonio intangible en el que México se reconoce, como mismo se reconoce en el Día de Muertos u otras tantas tradiciones que lo revelan como pueblo. Unos lo derivan de los cuecuechcuícatl (canto travieso) de los antiguos nahuas, cantos rebosantes erotismo y doble sentido que se entreveraron con la sicalipsis del conquistador español (por ejemplo, Mamazohua motecuzomápil / Extiende el brazo del pequeño Motecuzoma, alude metafóricamente a la erección del pene); otros lo etiquetan como la respuesta a una doble represión que data desde la colonia: la sexual, ejercida por la iglesia católica, y la política, de raigambre gubernativa.

En cualquiera de los casos, el doble sentido del albur procura denotar con palabras mansas (“no es lo mismo calzones a bajo precio”) las connotaciones abiertamente sexuales de ciertas propuestas (“que aprecio tus calzones abajo”). De hecho, tal es su marca distintiva: de ahí la genitalia obstinada y su extensa terminología –unos 80 nombres para “pene”, una treintena para “testículos” y “vagina”, y casi veinte para “senos”–, voces y expresiones que se pasean de lo vulgar a lo culterano, de lo ramplón a lo imaginativo, según la formación del que alburea. Pues si bien en sus inicios el albur se dio entre personas de bajo nivel escolar, con la subsecuente abundancia de vulgarismos y zafiedad (“si así está la cola, ¡cómo estará la película!”), a la fecha también se prodiga entre quienes ven en esos lances de ingenio un reto a su cultura, más aún si ello implica distanciarse de voces y expresiones pedestres con palabras sabias (“para evitar el embarazo, nopalitos antes de ir a dormir”, pues “más vale prevenir que tener que bautizar”).

El albur, por su multiplicidad de significados (polisemia), el uso de la paronimia y la homonimia, es el heredero vivo del calambur, un juego de palabras sostenido por bases similares. Un calambur muy famoso (y probablemente falso), donde el escritor español Francisco de Quevedo llama “coja” a la reina Isabel de Borbón (“entre el clavel blanco y la rosa roja, su Majestad escoja”), no difiere mucho del albur actual “quiero una novia discapacitada; mientras más coja, mejor” en materia de relaciones léxico-semánticas. Y nunca mejor empleado el término, pues “coger” en México alude a la relación sexual (por si no se entendió el chiste).

Alburear es un deporte en el que la destreza no es física sino mental, una pelea de boxeo en la que no se intercambian golpes sino frases cargadas de ingenio y donde la victoria es siempre por knockout: pierde el que no puede responder a los “verborrazos” del otro. Los mexicanos son “albureros” como los brasileños futbolistas, los cubanos peloteros, los kenianos corredores de fondo y los chinos diestros en el ping pong. Es un estereotipo no por reduccionista desprovisto de razón, en el que las excepciones confirman la regla. Pues ante un albur, aunque carezca de la agilidad mental para responder con otro, un mexicano (o mexicana) sabrá a derechas que lo están albureando, mientras que un extranjero, salvo que lleve mucho tiempo en el país, casi nunca y pondrá una cara de desconcierto que no se le quitará ni tan siquiera cuando le expliquen de qué va el asunto. Y es que en materia de albures se cumple a rajatabla el viejo dicho: “el que ríe último (si finalmente lo hace) es que no entendió el chiste”.

Por Walter Ego (con la colaboración de Alejo Diendo y Susana Horia)

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