Shevardnadze, de las poesías a Stalin a la implosión soviética

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Eduard Shevardnadze, fallecido en Tiflis a los 86 años, abrió camino a la caída del muro de Berlín y la política de distensión y desarme de la era de Mijaíl Gorbachov.

La estampa cabe en cualquier garabato costumbrista. En 1935, un niño soviético de siete años escribe poesías sobre Stalin en su cuarto. Ocurría en muchos hogares al mismo tiempo. Pero al crecer, uno de esos niños quiso responder por ello. No en vano se llamaba Eduard Shevardnadze, era ministro de Exteriores de la URSS, modernizador odiado por la línea dura y una de las manos que dieron la vuelta al sistema como si fuese un calcetín.

Es verdad que en su ascenso había jugado la baza del oportunismo político, apostando a la carta ganadora de Leonid Breznev primero, y después de cada uno de sus sucesores hasta encontrar acomodo en la cúpula con Gorbachov. Con su prolífico sentido del humor, Shevardnadze se dirigió al congreso del PCUS de julio de aquel convulso 1990 y desafió a aquellos que le escuchaban con el ceño fruncido a buscar esas pueriles poesías “comprometedoras”: "Pueden ser, tal vez, el mejor argumento contra el ministro de Exteriores".

Pero no hizo falta esgrimir papeles. La realidad a la que él había abierto el país venía a buscarlo. El 20 de diciembre de 1990 Shevardnadze puso fin a un lustro complicado. "Voy a hacer la declaración más difícil de mi vida: se está gestando una dictadura en la Unión Soviética. Nadie sabe qué dictadura ni qué dictador vendrán. Los demócratas han huido y los reformistas se esconden. No puedo resignarme a lo que está sucediendo en este país ni a las pruebas que espera nuestro pueblo… Presento mi dimisión", dijo con el aplomo habitual. La URSS agonizaba.

Shevardnadze dejó así al Gobierno soviético sin uno de los personajes centrales de la política de democratización. Tenía entonces 63 años y todos los éxitos de la política exterior de Mijaíl Gorbachov llevaban su marca. Al fin y al cabo, ambos habían vivido existencias paralelas desde antes de que se encendiesen los focos. Stávropol, donde Gorbachov fue jefe del partido durante la década de los setenta, y la Georgia (entonces una república de la URSS) donde despuntaba Shevardnadze son territorios vecinos a la vera del Cáucaso. De hecho tuvieron cargos similares a pocos kilómetros de distancia. Y a los dos les gustaban las políticas nuevas, arriesgadas, experimentales. El flechazo estaba cantado.

Hay una foto muy famosa de Shevardnadze. Data de 1986 y se le ve a la derecha de Mijail Gorbachov. La hizo Dominique Faget para la agencia AFP y en ella se ve al líder ruso con sombrero y mirada de sheriff de la estepa. Ese aire distinto que sedujo a Occidente. Pero detrás de él está Shevardnadze, con un semblante menos cinematográfico, pero mirando más lejos. Los ojos más entornados por la luz que hay delante, y un mechón de pelo rebelde adornando la desmesurada frente. La foto resume un momento único de la historia pero también es una metáfora de la simbiosis entre los dos hombres. De un lado, el fetiche occidental que al final acabaría como icono de la paz, una celebridad que además anunciaría bolsos. Al otro lado el niño soviético que ha crecido, cansado ya del polvo del camino, despeinado por el viento de la libertad que iba a torcer el rumbo del país. Una cara menos visible, pero que mira más lejos que un Gorbachov que para el mundo es un descubrimiento y que para el georgiano es un freno. Quería haber ido más lejos, pero se le agotó el tiempo. 

Si hubiese que mencionar sólo un aspecto del capital político de Shevardnadze, habría que hablar de la llamada “Doctrina Sinatra”: permitir a los países del Pacto de Varsovia determinar sus propios asuntos internos y su propia evolución política. La frase fue acuñada por Gennadi Gerásimov, portavoz del Ministerio de Relaciones exteriores de la Unión Soviética, ante la televisión estadounidense: "Nosotros tenemos la doctrina de Frank Sinatra. Él tiene una canción, “I Did It My Way” [“A mi manera”]. Según ésta cada país decide sobre cuál camino seguir".

En realidad no hubo que aplicarla. Bastaba con no hacer nada ante lo que ya estaba sucediendo. Los líderes comunistas más conservadores del Pacto de Varsovia sintieron en sus huesos que no podrían esperar una intervención armada de la URSS para detener en sus países las ansias de más libertades individuales.

En realidad no fue EEUU ni la vieja Europa quienes consiguieron cambiar la definición de libertad en el centro del continente. Fue Moscú quien facilitó el proceso. El georgiano dio significado y al manido principio de la reestructuración, un concepto que ahora la UE invoca cada año: casi siempre en vano.

Iberoamérica siempre ha estado fascinada por Rusia. El periodista español Alfonso Ussía visitó en su casa a Shevardnadze  en los noventa, cuando llevaba poco tiempo fuera del poder: "Era un hogar en un barrio moscovita como el madrileño de El Viso pero en 'cutre'. Edificios bajos y un pequeño jardín a la entrada. Un jardín melancólico, como todo lo ruso, y más aún en pleno invierno", recordaba una década después.

Shevardnadze se había hecho viejo y el capitalismo era un niño berreando entre unos rusos atronados por el ruido de la inestabilidad, sin tiempo para acordarse de si estaban bien o mal las poesías escritas a Stalin. Con su sorna georgiana, este viejo zorro había dejado ya zanjado el problema de las trazas del pasado. "Éramos ingenuos. Creíamos en Stalin. Después creímos en Jruschov… Si quieren, me pueden acusar de haber nacido en 1928".

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