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La última danza indígena de paz: la Guelaguetza

© Sputnik / Víctor Flores GarcíaLa mayor fiesta de paz del México indígena
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La última tarde de danzas indígenas en el Lunes del Cerro de la Bella Vista, que domina esta ciudad colonial, cerró con una lluvia de juegos pirotécnicos la semana de la mayor fiesta folclórica multicultural de México, la impresionante y colorida Guelaguetza.

El remozado anfiteatro de El Fortín lució repleto para danzantes de 16 etnias prehispánicas, zapotecas y mixtecas, que sorprendieron con sus impecables ejecuciones a 12.000 asistentes con el fondo de la pintoresca ciudad de Oaxaca, unos 500 km al sur de la ciudad de México.

Las comunidades indígenas que resistieron al dominio colonial, mantienen el aliento de su rebeldía: “Somos los hijos de los nunca conquistados”, se rebela la voz de un indígena en lengua zapoteca y español, quien presenta con orgullo sus danzas.

Sincretismo religioso

La ancestral tradición prehispánica dedicada a la Diosa del Maíz, Centeótl, fue continuada por los evangelizadores Carmelitas que establecieron como punto culminante de la semana de fiestas el lunes siguiente al 16 de julio, día dedicado a la fiesta de Corpus Christi del Templo Carmen.

Por esa razón, la fiesta la encabeza una indígena coronada como Reina Centeótl, elegida en un concurso entre jóvenes indígenas que visten sus trajes tradicionales, en homenaje a la fertilidad femenina.

Mujeres de las clases populares portaban canastas con flores que suelen adornar los templos religiosos, en un despliegue de sincretismo mestizo, que cada año atrae a miles de turistas.

La festividad dedicada a “la paz y la fraternidad” termina ocho días después en el llamado Lunes de Cerro de la “Octava Jornada”.

En la Guelaguetza, palabra en lengua zapoteca que significa “participar o cooperar con una ofrenda” que no espera retribución, los danzantes traen desde sus comunidades, trajes ceremoniales e instrumentos musicales, y regalos para sus espectadores.

En un gesto simbólico, los obsequios fueron lanzados a la festiva multitud que recibió artesanías, cerámicas, frutas, café, cacao y otras delicias gastronómicas, como la exquisita bebida espirituosa de los dioses prehispánicos, el mezcal, elaborado con el cactus de maguey de las montañas desérticas.

Los danzantes llegaron con sus ofrendas desde los valles centrales de Oaxaca, enclavados en la Sierra Madre, de La Cañada, la cuenca del río Papaloapan, la región Mixteca, bajaron de las sierras, y subieron desde las costas del Istmo de Tehuantepec frente al océano Pacífico.

Los instrumentos prehispánicos, como caracoles, tambores y flautas de bambú, se mezclaron con el estrépito de metales de los instrumentos de viento modernos, en un despliegue de sones y danzones.

Entre las danzas más antiguas se presentó el baile de la India Bonita y la Borrachita, que se remonta al siglo XVII, originaria de San Pedro Ixcatán; la danza de las bodas de San Andrés Solaga y la procesión religiosa de Ixtepec.

Otras danzas autóctonas representaron la lucha contra toros que se encienden con juegos pirotécnicos, o la Danza de las Plumas, que reconstruye la conquista de México.

Una de las danzas favoritas del público fue la danza de las piñas de Tuxtepec, y los espectaculares y elegantes atuendos multicolores de la Tehuanas y Juchitecas, bordados a mano durante meses y hasta años, orgullo de una cultura matriarcal.

La herencia colonial

Desde que hace casi 500 años el conquistador español de México, Hernán Cortés, fundó en 1521 Oaxaca como cabeza del Marquesado del Valle que le fue concedido por el Rey de España, las festividades de entrega de tributos fueron una tradición.

Las ofrendas también son una reminiscencia del tributo que las comunidades autóctonas rendían al poder colonial español durante tres siglos, hasta la Independencia en el siglo XIX, y en el siglo XX se convirtieron en emblema de la identidad mestiza mexicana, y la integración multicultural.

Por eso, desde 1932 la riqueza prehispánica de esta larga festividad se celebra con la ciudad colonial a sus pies, con el imponente Convento de Santo Domingo de arquitectura barroca, como fondo.

La fiesta final fue precedida por una escenificación de la leyenda de la princesa Donaji (Alma Grande), desplegada con cientos de danzantes, que representan la historia de la hija de un rey zapoteca, nacida para ser sacrificada por amor en una disputa entre zapotecos y mixtecos.

Cuando cayó la noche del lunes, una lluvia de juegos pirotécnicos iluminó el cielo de Oaxaca para cerrar las fiestas, con luces en los que predominó el rojo, el blanco y el verde, los colores de la identidad mexicana.

En la pausa del verano, lejos de las preocupaciones por la violencia delincuencial que azota a otras regiones del país, la Guelaguetza, la fiesta de la solidaridad indígena ofreció en un ambiente de carnaval lo mejor del México autóctono y mestizo.

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