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Sobre la comunión de dos mundos aparentemente encontrados en esa conjunción de infinitud y textos, en ese esbozo de permutaciones y combinatorias: la Literatura y las Matemáticas.

“Media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum”. La cita es de Borges que cita a Aldous Huxley y revela en esa conjunción de infinitud y textos, en ese esbozo de permutaciones y combinatorias, la comunión de dos mundos aparentemente encontrados: la Literatura y las Matemáticas.

Aparentemente, se insiste. Y no sólo porque de una misma raíz provenga la palaba “contar” (relatar, calcular), o porque los romanos acudieran al alfabeto de sus vecinos etruscos para fijar sus números, o porque en el álgebra se utilicen letras para representar variables e incógnitas matemáticas. La historia de la Literatura y la de las Matemáticas, para decirlo en términos de esta última, es la historia de dos conjuntos con elementos comunes que se interceptan y se puede ilustrar perfectamente con un Diagrama de Venn.

Hablar de John Venn, el matemático inglés creador de tales gráficos, supone hablar de un colega y contemporáneo suyo, Charles Dodgson (1832-1898), a quien el mundo literario conoce como Lewis Carroll, autor de “Alicia en el País de las Maravillas”. Es cierto que la fama de su libro para niños lo hizo trascender más que cualesquiera de los textos escritos por su “alter ego” matemático –Carroll es más real que Dodgson: todos conocen a Alicia, siquiera vía Disney; “Matemática demente” y “El juego de la lógica”, firmados con su nombre real, se conocen menos–, pero su gusto por los silogismos pueden rastrearse en el personaje de Humpty Dumpty de “Alicia a través del espejo”, la continuación de su obra maestra. Incluso la conformación de su seudónimo –el apellido de su madre, “Lutwidge”, se convirtió en “Ludovicus” al pasar al latín como mismo “Charles” se volvió “Carolus”; de ese “Ludovicus Carolus” salió “Lewis Carroll” de vuelta al inglés– participa del juego de permutación biyectiva que toda traducción supone.

Como Carroll –quizás el más famoso–, existen otros escritores de renombre a cuya sólida formación matemática se incorpora una sostenida vocación literaria. Uno de los más lejanos es el poeta persa Omar al-Jayyam (1048-1131), quien no sólo escribió “Tesis sobre demostraciones de álgebra y comparación” y “Tratado sobre demostraciones de problemas de álgebra”, y para la elaboración de un nuevo calendario a partir del zaratustrano calculó la duración del año con un margen de error tan despreciable (un día en 3770 años) que a la fecha se sigue utilizando; fue también el autor de las “Rubaiyyat”, una colección de epigramas en cuatro versos (de donde deriva el nombre: “rubai” significa “cuartetas”) cuya calidad poética ha preterido, al menos en Occidente, al notable matemático que las concibió.

Más cercano en el tiempo resulta José Echegaray (1832-1916), un prolífico dramaturgo español cuyo premio Nobel de Literatura en 1904 no alcanzó nunca a disipar las dudas sobre la valía de su cuestionada obra teatral. La calidad de sus aportes matemáticos, en cambio, jamás fue discutida. De hecho su prestigio en este campo, avalado por obras como “Problemas de geometría analítica”, “Introducción a la geometría superior” y “Resolución de ecuaciones y teoría de Galois”, que lo convirtieron en el referente de las ciencias exactas en la España decimonónica, le abonaron en cierta medida a la controvertida concesión del Nobel por la reputación irrecusable de su autor, de quien se llegó a afirmar que “para la matemática española, el siglo XIX comienza en 1865 y comienza con Echegaray”.

Novelistas contemporáneos como el ruso Alexander Solzhenitsyn (1908-2008), premio Nobel de Literatura en 1970, y el argentino Ernesto Sabato (1911-2011), premio Cervantes de 1984, quienes legaron a la historia literaria del pasado siglo obras imprescindibles, no sólo comparten una historia común de asunción y desencanto de la ideología comunista, sino también pareja formación matemática. Al primero ello le sirvió para trabajar en la “sharashka”, un centro de investigación científica en el que se desempeñaban presos políticos, de dónde salió su novela “El primer círculo” (1968). A Sabato, su Doctorado en Ciencias Físicas y Matemáticas por la Universidad Nacional de La Plata lo ganó una beca en París, lo que propició su contacto con creadores del movimiento surrealista –“heraldos del caos y la desmesura”, los llamó–, que habrían de influir decisivamente en su obra.

Si bien el novelista francés Raymond Queneau no tuvo la formación matemática de los escritores antes reseñados, su inserción en esta lista es imperativa: en 1960 fundó junto al matemático François Le Lionnais el “Taller de literatura potencial” (“OuLiPo” en francés, de Ouvroir de Littérature Potentielle), el cual procuraba “la búsqueda de formas y de estructuras nuevas que podrán ser utilizadas por los escritores como mejor les parezca”. Apelarán para ello a las estructuras restrictivas que imponen las matemáticas para aplicarlas a la materia prima de la escritura, las palabras, lo que los llevaría al descubrimiento paradojal de que “la restricción lingüística, en lugar de bloquear la imaginación, la despiertan, la estimulan”.

Y si de paradojas se trata, no puede olvidarse que las Matemáticas no sólo han sido una presencia evanescente o palpable en algunas obras literarias: en ocasiones han recurrido a la literatura para una mejor expresión. Un buen ejemplo de ello es la “Paradoja de Russell”, enunciada por el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell para demostrar lo contradictorio de la teoría de conjuntos del alemán Georg Cantor. Para el neófito, la explicación formal de la Paradoja de Russell es un galimatías de símbolos abstrusos; su expresión literaria, o “paradoja del barbero”, una fábula que no sólo entretiene sino además manifiesta la esencia de la paradoja sin recurrir a impenetrables abstracciones:

“En un lejano pueblo de un antiguo Emirato había un barbero diestro en afeitar cabezas y barbas. Un día el Emir se dio cuenta de la falta de barberos en el Emirato y ordenó que los barberos sólo afeitaran a aquellas personas que no pudieran hacerlo por sí mismas. Entonces el barbero fue a verlo para contarle de las angustias que aquella orden le provocaba.

— En mi pueblo soy el único barbero. No me puedo afeitar porque si lo hago eso demuestra que puedo afeitarme a mí mismo, y según su orden no debería hacerlo, pero si no me afeito algún barbero debería hacerlo, ¡pero soy el único que hay en el pueblo!
Admirado por la profundidad de esos pensamientos, el Emir casó a la más virtuosa de sus hijas con el barbero, quien desde ese día vivió feliz para siempre”.

 

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

 

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