Perdió Brasil, ganó el fútbol

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A media tarde el televisor voceaba cánticos y alineaciones. En una mesa cercana unos ecuatorianos se aprestaban a ver el partido. Jugaban Argentina y Holanda.

Julio Valdeón Blanco

A media tarde el televisor voceaba cánticos y alineaciones. En una mesa cercana unos ecuatorianos se aprestaban a ver el partido. Jugaban Argentina y Holanda.

En las pantallas de Park Slope, Brooklyn, en los bares del barrio hípster, sección visa oro, el fútbol, o soccer, ganaba por goleada al béisbol. Hubo que solicitar al camarero que cambiara a los narradores británicos y sintonizase una emisora hispana. Los british le daban al encuentro un tono de documental de naturaleza de la BBC, un ronroneo de adormidera.

Cuando todo acabó los latinos presentes celebramos el triunfo de Argentina, y eso que la albiceleste jugó entre poco y nada y el dios Messi fue un ectoplasma de sí mismo, eco del futbolista electrizante que en palabras de Santiago Segurola había sido Maradona todos los días. No perdemos la esperanza de que al menos juegue la final.

Pero si algo sorprende estos días ha sido el eco del Mundial en los medios estadounidenses. También llaman la atención los análisis que dedican a la hecatombe de la selección brasileña, esa verdeamarela del 1-7 que enterró para siempre en el baúl de lo intrascendente el Maracanazo del 50.

Hablan y no paran de desastre, apocalipsis, incredulidad, dolor, y sin embargo parecen creer que este Brasil de 2014 era algo más que un triste ejército de gladiadores al servicio del todo vale. Desconocen, quizá porque hasta ahora vieron poco fútbol, que los niños que fuimos crecimos adorando a Sócrates, Zico, Falcao y compañía.

Durante décadas decir Brasil fue decir fútbol. La filmoteca cerebral la tenemos repleta con quiebros de Garrincha, hazañas de Didí, fantasías y goles de Pelé, Carlos Alberto, Rivelino, Clodoaldo, Jairzinho y Gérson, dibujos animados de Romario, Rivaldo, Bebeto o Ronaldinho, estampidas de Ronaldo, Branco, Cafú o Roberto Carlos.

A mi entender no hubo equipo más presumido, visceral ni artista, ni escuela más entregada a la depuración del resultadismo insípido, ni escuadras más campeonas, incluso en la derrota, que aquellas capaces de sintonizar las sístoles del balón al ritmo de un poema cantado por Vinícius de Moraes.

Ni una lágrima por este nuevo Brasil. Traidores de un estilo insuperable, fumigaron su historia y su orgullo. Jugaron como el equipo humilde que se parapeta frente al portero y arroja melones en la esperanza de cazar un contraataque. Feo hasta la náusea, indigno de portar una camiseta sagrada, se dejaron llevar por el miedo a la derrota sin comprender que el final comenzaba nada más despreciar sus virtudes.

Olvidaron jugar y finalmente extraviaron la fórmula del éxito, sin saber que importa tanto o más el viaje que la meta, el cómo antes que la medalla. "Vinimos a ganar, no a dar espectáculo", dijo un Neymar abducido por la retórica bárbara de su entrenador. Al final, qué cosas, se les destiñó la pintura de guerra. Su misión consistía en hacer el ridículo.

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