Los escritores suicidas

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Walter Ego - Sputnik Mundo
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Pocas cuestiones agotan nuestra perplejidad como las razones que incitan a un ser humano a quitarse la vida. La perplejidad es aún mayor cuando el suicida es un artista, quizás por la misma estupefacción que provoca la paradojal coexistencia de anhelo creador e impulso destructivo en un mismo individuo (asunto que alguna vez abordé en este mismo espacio, a propósito de artistas con las manos manchadas con la sangre de otros humanos).

De los artistas suicidas, los escritores me suscitan particular atención. Quien juega a ser un dios menor y concibe mundos y criaturas que gobierna a voluntad parece alguien ajeno a la inconsecuencia de la autodestrucción (ninguna mitología tiene un dios suicida); quien hace del lenguaje la justificación de su existencia parece alguien distante a subsanar con palabras torpes el absurdo de su despedida.

Vitales y mortales

Quizás sea Ernest Hemingway el más famoso de los escritores suicidas. Su exultante vitalidad, la gloria literaria coronada por el Nobel y el sobrevivir a dos guerras mundiales, a la disentería y a un par de accidentes de avión, lo hacían ver como un hombre inquebrantable, extraño a la derrota (como el pescador de su relato “El viejo y el mar”) y a la idea de una muerte premeditada.

Sin embargo, lo que no pudo concluir la fatalidad tantas veces tentada lo consumó el propio escritor estadounidense en la madrugada del 2 de julio de 1961 cuando apretó el gatillo de una escopeta cuyo cañón había introducido en su boca. Su muerte inesperada –que algunos explican como una huida consciente del paulatino deterioro físico y mental provocado por la hemocromatosis, una incapacidad hereditaria para metabolizar el hierro que antes, presuntamente, llevó al suicidio a su padre y después a sus hermanos Ursula y Leicester–, fue la más fiel expresión de su estilo literario, comentado por él mismo con su “teoría del iceberg”: bajo los hechos visibles discurre una realidad diferente.

Al igual que Hemingway, pero muchos años antes, y luego de cortejar por décadas a su amada selva de Misiones, el escritor uruguayo Horacio Quiroga puso fin voluntario a su vida para adelantarse a los estragos y sufrimientos de una enfermedad que sabía incurable: una prostatitis devenida en cáncer. También de madrugada (para los espartanos el Sueño y la Muerte eran hijos de la Noche), en un cuarto del Hospital de Clínicas de Buenos Aires donde estaba internado, Quiroga ingirió una dosis de cianuro que lo mató en poco tiempo en medio de terribles dolores.

Como su narrativa, autobiográfica hasta la confesión, y en la que el hombre suele terminar derrotado por la Naturaleza, el suicidio del escritor fue el reconocimiento de su propia indefensión ante el Destino; como en su narrativa, en la que el lector es testigo afligido de la suerte de los protagonistas, su muerte tuvo lugar ante la mirada triste del desfigurado Vicente Batistessa, un hombre aquejado por el “Síndrome de Proteus” que estuvo aislado del resto de los pacientes en el sótano del mismo hospital hasta que el escritor pidió que lo subieran a su habitación, un acto que lo enaltece tanto como su literatura. A la postre sería Batistessa quien conseguiría el cianuro que pondría fin a la vida de Quiroga, circunstancia que lo convierte en una suerte de etéreo “kaishakunin”, el hombre encargado de apurar la muerte del “seppukunin”, aquel que se mata mediante el rito del “seppuku” o “harakiri”, tal como hizo el 25 de noviembre de 1970 otro escritor suicida: el japonés Kimitake Hiraoka mejor conocido como Yukio Mishima.

La inmolación del musculado Mishima –durante quince años se entrenó con pesas tres veces a la semana– fue para unos la ceremonia sublime de un creador que quiso expiar lo que consideraba la pérdida de valores tradicionales en un Japón decadente; para otros, el ejercicio delirante de un hombre atormentado por fantasías autodestructivas. En cualquiera de los casos, “Caballos desbocados”, una de las novelas de la tetralogía “El mar de la fertilidad”, permitía entrever el final de Mishima en el suicidio ritual que en la novela planeaban llevar a cabo una veintena de jóvenes tras subvertir el orden establecido y regresarle al Emperador el poder absoluto de antaño. Su caso resulta curioso porque el escritor, quien mintió sobre su condición física a fin de obtener la baja del Ejército durante la II Guerra Mundial y no tener que inmolarse como los kamikazes de la Armada Imperial Japonesa, terminó por premeditar una muerte no muy distante en significado a la que el joven y desgarbado Kimitake Hiraoka había rehuido.

La horca y el gatillo

En su libro “El suicidio”, el filósofo francés Émile Durkheim adelantó la tesis de las raíces sociales de todo acto suicida a partir del poder integrador o segregacionista de la colectividad hacia el individuo. La tesis de Durkheim explica el singular vínculo de Marina Tsvetáyeva, Serguéi Esenin y Vladímir Maiakovski, quienes más allá de su ascendencia rusa, su vocación de poetas y su condición de suicidas tuvieron en el trasfondo imponente de la revolución bolchevique de 1917 unas circunstancias vitales que les empujaron a un destino sin regreso al ser rebasados por los acontecimientos sociales.

Víctimas de un orden implacable que en atroz ejercicio de alquimia inversa convirtió el oro en plomo y prescindió de todos aquellos marginados por voluntad o inadaptación de la conquista de la Utopía, para Tsvetáyeva, Esenin y Mayakovski el sueño de la hoz y el martillo se trasmutó en la pesadilla sin regreso de la horca y el gatillo.

A Tsvetáyeva, las purgas estalinistas la dejaron prácticamente sin familia y en la indigencia: el 31 de agosto de 1941 puso fin voluntario a su vida en el comedor de la Casa de Escritores de Yelábuga, donde había solicitado trabajar como lavaplatos. La negativa fue el detonante de su ahorcamiento. A Esenin, el poeta campesino que alguna vez le cantó al “reinado del mujik”, sus fracasos en el amor, el alcoholismo y la difusa conciencia de la inutilidad de su poesía en la sociedad del proletariado lo llevaron en vísperas de la Navidad a un cuarto del Hotel Angleterre en Leningrado donde el 28 de diciembre de 1925 escribió un poema de despedida con su sangre –“morir en esta vida no es nuevo/ pero tampoco es nuevo el vivir”, dijo en dos de sus versos– para luego ahorcarse. A Mayakovski, la censura y la incomprensión –se le llegó a cuestionar incluso su compromiso de izquierda– lo impulsaron al abismo el 14 de abril de 1930 de un pistoletazo, no sin antes dejar claro que si “[…] El barco del amor / se ha estrellado / contra la vida cotidiana / Y estamos a mano / tú y yo / Entonces ¿para qué/ reprocharnos mutuamente/ por dolores y daños y golpes recibidos?”

Rebasados por la enfermedad o la sociedad, Hemingway, Quiroga, Mishima, Tsvetáyeva, Esenin y Maiakovski se dejaron llevar a un callejón sin salida, ellos –para decirlo (casi) a la manera de Sabina–, los mejores dotados de los escritores suicidas.

 

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

 

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